“¡¡Agua va!!” Esta expresión resulta de lo más típica y seguro que muchos de vosotros conocéis su origen, que data de cuando en Madrid (y en el conjunto de España) no había agua corriente en las casas ni sistemas de alcantarillado en las calles.
En aquellos tiempos en los que el agua sólo llegaba a las fuentes públicas repartidas por las plazas de la Villa, el cuarto de baño se resumía en una bacinilla, en la que cada miembro de la familia realizaba sus necesidades. La forma de deshacerse de ellas, a falta de retretes, consistía en lanzarlas por la puerta o, más comúnmente, por la ventana al grito de la famosa frase ”¡Agua va!” por el desahogado dueño para poner en alerta a los viandantes de lo que se les venía encima. El uso de la ventana era tan habitual que un bando municipal de 1639 advertía que, en vez de por ésta, las heces debían tirarse por la puerta, pero no parece que resultara muy efectivo. De ahí la costumbre caballeresca de ceder el lado más cercano a los edificios a las damas, para evitarles desagradables sorpresas, mientras que los hombres usaban vestir capa y sombrero de ala ancha para evitar llevarse a casa excrementos ajenos.
Y no era esto lo único que salía por las ventanas de Madrid en aquella época, sino que cualquier tipo de inmundicia era susceptible de seguir ese camino. Sobre el papel todo estaba estipulado: la basura debía sacarse (o echarse más bien), como ahora, a partir de una determinada hora a la calle, las 10 en invierno y las 11 en verano. Pero los horarios sólo se respetaban de vez en cuando porque ya se sabe que de noche todos los gatos son pardos y vaya usted a saber de qué ventana viene la monda de patata, en el mejor de los casos… y si las horas no se respetaban, no hablemos del grito de aviso, que a veces no alcanzaba la categoría de susurro.
Las calles en las que caían todos estos desperdicios eran, en su mayoría, de tierra. En algunas de ellas corrían por el centro arroyuelos en invierno que se encargaban de arrastrar la basura hacia las partes bajas de la ciudad -verdaderos estercoleros-, pero que a la vez convertían la calle en un lodazal en el que el barro se mezclaba con los desechos que el agua no se llevaba. En verano, cuando los riachuelos se secaban, los desperdicios se mezclaban con el polvo que se levantaba al paso de carros y transeúntes.
Por si esto fuera poco, la costumbre de orinar en las calles, que seguramente existe desde que el hombre es hombre, añadía un punto más de suciedad y pestilencia a un Madrid ya de por sí hediondo. Conservamos algunos vestigios históricos en las calles de la ciudad de esta vieja costumbre y no me refiero a resecos riachuelos de dudosa procedencia, sino, por ejemplo, al cartel pintado en uno de los muros del Real Monasterio de la Encarnación, en el que se prohíbe “hacer AGUAS bajo la multa correspondiente”, o a la tradición según la cual Quevedo usaba aliviarse siempre en el mismo rincón de la Calle del Codo en su camino de regreso a casa de alguna taberna.
Todos estos ingredientes más los excrementos de los caballos, mulas y burros que transitaban por la ciudad, algún animal muerto en un callejón o tumbas no siempre bien selladas en los múltiples cementerios organizados en torno a las iglesias de la villa hacían de Madrid una ciudad sucia y, sobre todo, maloliente, casi irrespirable. Esa es la impresión que se llevaban los viajeros que en aquella época pasaban por la ciudad, aunque la creencia de los autóctonos, paradójicamente, era que esa pestilencia contrarrestaba la excesiva pureza del aire de la sierra. La creencia popular le atribuía al aire de Madrid propiedades salutíferas que evitaban que se propagaran epidemias y que se corrompieran cadáveres y residuos orgánicos (abundando esto en la persistencia en las calles de los malos olores). Pero a la vez se consideraba que este aire era incluso demasiado puro, por lo que dejar pudrirse la basura en la calle ayudaba a que de puro bueno no fuera malo.
Existía, sin embargo, un servicio de recogida de basuras, aunque era totalmente insuficiente. En verano se usaban carros que sacaban de la ciudad los desechos, pero en invierno, debido a los barrizales en que se convertían las calles, se usaban los “carros podridos”, una especie de cajones tirados por mulas y dirigidos por un hombre que iban despidiendo un olor que es fácil imaginar a tenor de su nombre. La podre que iba dentro se llevaba hasta uno de los dos grandes sumideros que la drenaban al Manzanares. Aún se conservan restos de una de estas dos grandes alcantarillas, la del Arenal, que se pueden ver en el museo de los Caños del Peral, en la estación de Ópera y del que os hablamos en otro de nuestros post.
¿Y qué hay de los madrileños? Aparentemente no estaban mucho más aseados que sus calles, en parte animados por los propios médicos que consideraban que el agua abría los poros y ablandaba el cuerpo, exponiéndolo a contraer enfermedades e, incluso, en el caso de las mujeres a absorber posibles restos de esperma en el agua, por ejemplo de los ríos, ¡y quedar embarazadas! A lo recién nacidos, cuya piel se consideraba especialmente porosa, se les embadurnaba con cera, sal, aceite e incluso ceniza para evitar así que enfermasen.
La limpieza, por tanto, se hacía en seco frotando la piel con una tela para luego rociarla con perfumes, con lo que podéis imaginar la mezcla insoportable de aromas que esta costumbre podía producir, por no hablar de la forma de aplicar estas aguas aromatizadas, en la que el pulverizador era la boca de alguna criada que las escupía con fuerza entre los dientes al cuerpo de su señora. Se comenta en los mentideros que la reina Isabel la Católica no era muy aseada y que estar a su vera resultaba trabajoso, a pesar de que en la real presencia hubiera que mantener el tipo. Pero si tan insoportable era el olor que despedía una reina, cuál no sería el de cualquier humilde villano.
Desde luego, no siempre fue así. El origen musulmán de Madrid está ligado a las abluciones y al uso cotidiano de agua para el aseo, así como a la presencia de baños públicos en la ciudad. Pero parece que ya en el siglo XIV estos baños estaban abandonados y el uso del agua en la limpieza del cuerpo se fue reduciendo únicamente a las partes visibles, mientras que para el resto del cuerpo se confiaba en las propiedades de la ropa blanca en contacto con la piel; ésta sí, se limpiaba concienzudamente para dejar constancia de lo aseado que uno era.
Todo cambió con la llegada de Carlos III a Madrid. Al encontrarse con una capital cubierta por la inmundicia decidió confiarle al Marqués de Esquilache un plan de empedrado, alcantarillado, alumbrado y limpieza de las calles, además de prohibir el lanzamiento de residuos por puertas y ventanas, debiendo usarse a partir de entonces pozos negros que se vaciaban cada noche. Con razón se le dio al rey el título del mejor alcalde de la ciudad.
No es que Madrid esté limpia como una patena últimamente, consecuencia, se ve, de que hemos limpiado por encima de nuestras posibilidades años atrás, pero consolaos pensando que ¡podría ser mucho peor!